Melanie me contó la historia del “Cuervo y del Ermitaño”. Ambos vivían en la profundidad del bosque, el cuervo Yeleil, merodeaba entre la lluvia fresca recién caída y las hojas del suelo húmedo.
Su color negro, de pico puntiagudo y ojazos verdes, no temblaban aún cuando llovía a mares. Ni siquiera cuando el fuerte viento gélido soplaba y su susurro invernal se entremezclaba entre los arbustos y ramas de los árboles. De hecho amaba pasearse bajo la lluvia, la nieve, y el viento imbatible, las noches de luna llena, al anochecer, antes de que ésta saliese con todo su resplendor en el horizonte y se elevase bella, cediendo espacio a la noche oscura, y al firmamento y cielo estrellado.

Vivía con un ermitaño, su dueño, en lo alto de las montañas, acariciado y azotado por el viento gélido e invernal.
Una noche salió como de costumbre cuando apareció brillante la luna llena en el cielo. Subió a la copa de los árboles, alzando mágicamente el vuelo.
Estaba realmente enamorado de su belleza eclipsante allá arriba esplendorasamente emitiendo su luz irradiante aquella noche oscura. Alimentándose de granos de pan y trigo, caídos por el suelo en el inmenso campo anegado de lluvia y húmedo y golpeado por el viento, deambulaba merodeando de un lado a otro del bosque. El ermitaño lo alimentaba siempre.

El anciano echaba de menos a su bella y amada Clara, desaparecida una noche de luna llena, a la que solamente Yeleil, su cuervo pudo ver cuando esta marchó de repente. Éste la siguió, y poco después volvió envuelto en un sueño profundo del que despertó al tercer día tras recibir los cuidados de una veterinaria.
Una noche, envuelto por la eterna amargura de la desaparición de su amada Clara, el ermitaño se dejó vencer casi por la muerte.
Se echó sobre su lecho, recostándose y dejándose llevar por el tiempo y los recuerdos, cerró los ojos y la puerta de entrada, quedando Yeleil afuera sin forma de poder entrar.
Quedó el cuervo recostado en una cesta de mimbre, bajo la ventana donde brillaban los rayos de la luna llena.

Allí de pronto, el sonido de Clara, ante las vidrieras se oyó como un eco en el silencio y el cuervo casi quedó petrificado ante el espectro.
El bello rostro de la amada del ermitaño, rubia de largos cabellos largos y rizados, apareció en el quebradizo y repentino vacío gélido perdido de la noche.
Alta se vislumbró junto a la ventana, mientras las ramas de los árboles chocaban arrastradas por la fría brisa del viento.
Su largo vestido rosado tocaba el suelo, y su rostro emitía una bellísima luz jamás antes vista por ninguno.
Yeleil intentó besarla, se sonrojó y sintió felicísimo porque su ama había vuelto de nuevo, sin embargo esta le impidió tocarla, puesto que su Adn se había incrementado de alguna forma, y el cuervo no habría podido ser capaz de traspasarlo.

Clara pensó para sus adentros en el día en que conoció a su marido el ermitaño.
-Yo no era de este mundo, y un determinado día pedí a Saiel, el astro desconocido del sol, que a veces tomaba forma humana, que me dejase viajar y visitar la tierra. Y allí lo conocí un bellísimo día de verano. Quise investigar las costumbres terrestres, y tras el paso del tiempo, permanecí joven, mientras mi marido envejecía irremediablemente.
Cuando aquel evento ocurrió, le supliqué que se viniese conmigo, a mi mundo, a mi planeta, a lo que él, sin creerme, se negó. Aquello me hizo partir, no podía soportar su cercanía a la muerte.-.

Clara pidió de repente a Yeleil que se acercase puesto que rebajó la intensidad de su energía, y hablando con el mismo, le dijo que había vuelto para pedirles de nuevo que regresasen con ella al planeta del que venía.
Sin poder creer lo que veía, el ermitaño comenzó a hablar con su amada de nuevo…