Cuando entré en la bella mansión, cuyo perfume embriagador me atrajo irremisiblemente, quedé atrapada allí, en medio de aquella belleza invisible a ojos de cualquier, según Eloy.

Mientras la rosa lloraba y emanaba su perfume desprendido cada segundo, yo caí desfallecida, y somnolienta, a punto de sucumbir.

Oí ecos alrededor antes de cerrar mis ojos que susurraban mi nombre “Celeste, no te duermas”.

Vi ante mí los tallos de las rosas que se extendían por doquier esparciéndose casi hasta el infinito dentro de la mansión, yendo algunos veloces como el rayo hasta el exterior, y nublando la vista con sus espinas.

Pronto apareció la malvada sombra, Yledux, que a punto estuvo de hacerme desaparecer con su hechizo y sus carjadadas, de no ser por una bella joven, de largos cabellos, y unos treinta años, llamada Melanie.

Apareció de repente, destellando su magia en el umbral de la puerte de entrada a la habitación en la que me hallaba.

Deslumbrantemente bella llevaba en sus manos una vela en forma de rosa que alumbró la estancia por momentos, brillando y haciendo que se fugasen las sombras de la oscuridad de la noche, y con ella, Yledux.