Cuando vi la primera vez aquella mansión de rosas, mi espíritu quedó impresionado de cuán bellísima era la misma.

Figuras de distinta clase y ornamentación decoraban la misma, al tiempo que los pájaros y búhos volaban alrededor.

Junto a ella un gigantesco rosal en mitad de aquel extraño bosque crepuscular, en medio del susurro del viento, y del eco del gélido murmullo colándose entre las ramas crepitantes de los árboles.

De vez en cuando la brisa gélida partía las ramas de los árboles gigantes que se ensanchaba hasta el infinito cielo.

El rosal, cuyo tronco era gigantesco, y cuyas rosas de todos colores eran las más bellísimas y grandes que pudiesen ser vistas.

Poseía endosado al mismo, una nota extraña, bordada quizá en oro, con símbolos extraños, propios del país de las hadas, elementos de la naturaleza unidos y entrelazados con códigos universales, que parecerían propios de planetas y galaxias alejados.

El gigantesco y bellísimo rosal parecía hablar, y cuando me acerqué, -yo Laura- lo veía balancearse de un lado a otro, meciéndose suavemente sobre el terreno, envolviéndome con sus extensas ramas que se expandían hacia el infinito.

Parecía susurrarme algo al oído, que entre el eco del viento gélido resonaba en el paisaje, rodeado de naturaleza, y bandadas de búhos que sobrevolaban aquel bello lugar.

El chasquido de las mismas me impresionaba.